Pongamos fin a las aulas diseñadas para «oír ciencia»

En los libros de matrícula de la Universidad de Salamanca del siglo XVIII, tras los datos personales del alumno, se utilizaba una reveladora fórmula burocrática: «pasa hábil a oir ciencia». Históricamente, la lección magistral ha sido el método docente básico de transmisión de conocimientos en las Facultades de Derecho y las sucesivas generaciones de profesores, formadas con ese modelo, han sufrido la inercia de reproducirlo.

Pero no quiero dedicar tiempo al tema de la minusvaloración de la docencia en la carrera académica (fuera de esas encuestas de evaluación del profesorado que son un ejercicio de autocomplacencia), o al hecho de que los profesores universitarios sean los únicos que se hacen a sí mismos como docentes, sino a algo tan aparentemente inocuo y pedestre como es el aula universitaria.

Resulta paradójico que en los más de cinco siglos de historia (y de inercia) de las Universidades españolas apenas haya evolucionado el principal lugar donde desarrollamos nuestra actividad: el aula. No me refiero a las salas de ordenadores o multimedia, o a la modernización de los equipamientos tecnológicos de las clases, sino a la propia estructura del espacio docente.

Y resulta paradójico porque el esfuerzo de formación del profesorado, de modificación de las metodologías y planes de estudio, de «poner el acento en el aprendizaje del estudiante» queda diluido como un azucarillo cuando entras en la típica clase universitaria española (ojo: soy profesor de Derecho, y mi experiencia no será, espero, trasladable a otras disciplinas): a un lado, un estrado elevado –bastante elevado en mi caso– con la mesa del profesor, el ordenador y la pizarra. Al otro lado un conjunto de bancos y sillas clavados en el suelo, formando largas hileras (previstas quizá para 200 o 300 estudiantes) donde los alumnos forman pequeños islotes que flotan preferentemente en las últimas filas.

¿Qué innovación en los procesos de aprendizaje cabe realizar en ese entorno? ¿grupos de trabajo cuando el mobiliario no se puede desplazar? ¿uso de tecnología en aulas sin suficientes enchufes? ¿participación activa cuando el entorno acentúa la distancia entre profesor y estudiante?

Y eso para una docencia suavemente innovadora: ni pensar en el desarrollo de una atención personalizada, o realizar distintas actividades formativas en paralelo entre diferentes grupos de estudiantes, o en que puedan mostrar sus presentaciones o ideas en el proyector de forma ágil y rápida.

Este curso el proyecto de usar la modalidad de clase invertida se ha salvado gracias a que he localizado (personalmente, esto es, recorriendo los pasillos del aulario) una sala disponible en la que la Facultad de Ciencias Sociales hizo una inversión el año pasado: tamaño adecuado, supresión de la distancia entre profesor y alumno, mesas y sillas móviles, gran cantidad de tomas eléctricas en las paredes, pantalla de proyección en una esquina –sin tapar la pizarra y el desarrollo principal de la clase–, instalación multimedia incluyendo tomas VGA y de audio libres para poder conectar dispositivos… en fin, una instalación privilegiada que debería ser el común denominador de la docencia universitaria en esta época.

Ciertamente el diseño de la evaluación (el cómo calificamos) genera incentivos decisivos para el aprendizaje, pero también el diseño de los espacios debería ser acorde con el modelo de docencia que queremos ¿O de verdad seguimos viviendo en un entorno donde los estudiantes pasan hábiles a oír ciencia?

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